Querida hija, probablemente ya te diste cuenta de que prefiero las rutinas y estructuras, y parece que tengo miedo de probar nuevas cosas. Así que, si continuamos yendo al mismo restaurante, es porque me siento tonto yendo a nuevos lugares y no teniendo ni idea de qué hay en el menú y de si la comida me gustará.
Por lo mismo, siempre he catalogado mi vida como aburrida. No suelo tener historias que despierten curiosidad o que se roben la atención de la habitación. Y está bien. Creo que, aunque las tuviera, no soy el mejor contándolas.
Sin embargo, esta última semana por fin pasó algo interesante después de meses de monotonía. Mientras corría por la ruta de siempre, la misma que corro desde hace un año, la policía me atravesó el carro a mitad de la acera y se bajó para interrogarme porque recién acababa de suceder un robo a tres kilómetros de donde yo estaba.
Desafortunadamente, esta no es la primera vez que los policías me detienen y me empiezan a cuestionar porque cumplo con la descripción que les dieron. No sé si todos los que cometen crímenes en esta ciudad tienen mi color de piel y baja estatura, pero así se siente. Por lo mismo, y porque estaba corriendo —no tenía nada conmigo—, no quise dar mis datos y, cuando sentí, ya estaba esposado contra la patrulla mientras revisaban mi chaleco, que al parecer se parecía a la mochila de los ladrones.
Cuando se dieron cuenta de que yo no era quien buscaban, en su tono de “queremos hacerte un favor”, se ofrecieron a dejarme ir si colaboraba y les daba mi información personal. Pero, ya esposado, me negué y les dije que me llevaran a la estación y que no les daría ni una pizca más de información de mí hasta primero hablar con mi abogado.
Allí y durante todo el camino intentaron convencerme, pero soy un terco, y cuando ya dije que no, es no. En la estación fue lo mismo: me amenazaron con multas, se ofrecieron a entrar a mi apartamento, no me querían dejar solo para hacer una llamada y, como última opción, querían usar mis huellas para identificarme. Pero no cedí hasta que vi que trataron la situación de manera justa y conforme a lo que, en mi experiencia, es lo correcto.
Hablé con mi abogado y, cuando me aconsejó qué hacer, lo hice. Y tres horas más tarde, seguí corriendo, esta vez de regreso a casa.
¿Y por qué te cuento todo esto? No porque sea algo heroico. En último caso, fue tonto, y si no hubiera estado en modo combativo, probablemente lo habría dejado pasar. Tampoco porque tenga algo en contra de la policía; todo lo contrario, los respeto a ellos y a su trabajo profundamente.
Lo hice porque no es la primera vez que alguien me menosprecia por cómo me miro y actúa sin primero escuchar, debido a sus predisposiciones. Y si me pasó a mí, seguramente le ha pasado a otro de los miles que viven en esta ciudad y que también se ven como yo. Aunque, en este caso, podemos argumentar que la policía solo estaba haciendo su trabajo (mal, pero buscando a un criminal), hay otras ocasiones en donde la falta de respeto y desconsideración es igual o peor.
Y te va a pasar a ti. Te tratarán como si fueras un ser inferior. Te hablarán con su tono de superioridad y palabras escogidas para demostrar que no estás en su nivel. Y cuando eso no funcione, intentarán hacerte sentir que te están haciendo un favor, que tú eres la afortunada por haberlos conocido y que debes escucharlos porque ellos saben qué es lo mejor para ti.
Esto pasa con las autoridades, con los jefes en el trabajo, con las relaciones personales e incluso dentro de la familia. El frágil ego humano hace que cualquier desbalance de poder, por más insignificante que sea, se preste para el maltrato de quien tenga el palillo más corto.
Unos querrán hacerte de menos por razones de dinero, por el tipo de ropa que usas. En Alemania, por tu nivel de educación. En Guatemala, por tu estatus social. Otros, simplemente por pensar diferente, y al no ser como ellos, te cerrarán la puerta sin siquiera darte primero una mirada.
Y a todo esto, solo una cosa es cierta: no hay absolutamente nadie en este mundo que tenga derecho a faltarte el respeto o menospreciarte porque no cumples con cualquier estándar ridículo e inventado que tengan en su cabeza. Tu valor no lo determina nada ni nadie. Te prometo que:
“Aunque brillante, no eres oro cuyo valor fluctúa dependiendo del mercado. Y aunque eres arte, tu belleza no depende de los ojos que te juzgan.”
Eres quien eres, y así como no hay nada que puedas hacer para que yo te quiera menos —o más—, simplemente te quiero. Nunca sientas que tienes tú que hacer algo para que otros te quieran y acepten.
Todos nos equivocamos y cometemos errores de juicio. Somos humanos, y nadie es inmune a las presunciones. En la mayoría de los casos, estas injusticias son inconscientes; no queremos tratar a las personas de manera diferente por cómo se ven o por ideas preestablecidas, pero sucede.
Y aunque debemos perdonar y no tomar todo personal, esto no significa que tengas que quedarte callada cuando te sientas víctima de discriminación o atestigües inequidades que tu corazón te dice que están mal.
No comprometas tus valores ni lo que tu corazón te diga que es lo correcto por cumplir expectativas ni por buscar la afirmación de otros. Escucha a tu conciencia y actúa acorde; no tengas miedo de ir hasta las últimas consecuencias por defender lo que crees.
Escucha tu interior, y la justicia te seguirá. Tú tienes la fuerza para tomar decisiones con base en lo que sientes que es correcto, incluso cuando otros te desafíen o no entiendan tus motivos.
Mientras tanto, yo estaré todo el tiempo para acompañarte, y así como nunca dejaré que nadie te haga de menos, así respetaré tus límites y defenderé tus decisiones. Solo intenta que tu corazón siempre se mantenga en paz.