Este está publicado como el capítulo VI, sin embargo, en la edición final este será el Capítulo I (después de que lo leas tedrá sentido)
Querida hija, si has empezado a leer esto, es porque finalmente estamos juntos. Porque las circunstancias se dieron, y después de toda una vida de espera, estás en nuestros brazos. Junto a tu mamá, tendremos el honor de cuidarte en tus primeros años, de acompañarte en los momentos felices, así como en los díficiles y compartir contigo todo lo que sabemos que aunque no sea mucho siempre estará repleto de amor.
Algunos dicen que la vida es resultado de una casualidad, que simplemente fuimos el espermatozoide más rápido y la consecuencia de dos personas egoístas que decidieron llenar sus vacíos existenciales trayendo una nueva vida a este mundo.
A todo esto, yo solo sé una cosa: el hecho de que tú estés hoy reposando en nuestro regazo no es ninguna casualidad ni un acto al azar. Y aunque eres el resultado de dos personas que se aman, te prometo que
“No eres el capricho de nadie, eres un milagro”.
Un milagro que se vino formando mucho antes de que tú fueses concebida, por medio de una serie de acciones que individualmente parecen desconectadas, pero si tomas un momento para alejarte y ver todo desde arriba, forman el mapa preciso que nos trajo hasta este día en que puedo llamarte mi hija.
Déjame contarte algunas de estas historias:
Vamos a correr
Tenía cinco años cuando salimos a correr al estadio, como hacíamos cada fin de semana. Esa vez me quedé atrás porque mis piernas estaban demasiado cansadas. Sin más señal que esa, mi mamá supo que algo estaba mal. Se subió al primer bus que pasó conmigo en brazos y manejamos seis horas hasta llegar a un hospital en la ciudad capital, donde el doctor nos dijo que si hubiera pasado un día más, mis pulmones habrían colapsado completamente y no habría sobrevivido.
Si no hubiésemos salido ese día a correr, esta carta nunca habría existido.
Corazón roto
Un par de años después, con mis pulmones funcionando al cien y con apenas ocho años, ya estaba profundamente enamorado de una niña que conocía desde mi primer día en el jardín de infantes. Se llamaba Estrellita, era rubia y blanca como algodón. Sabía que en dos meses iríamos de excursión al McDonald’s que acababa de abrir —el primero en nuestro pueblo— y la había escuchado decir que le encantaban los McFlurries.
Pasé dos meses juntando dinero para invitarla a uno. Cuando llegó el día, ni siquiera pude acercarme lo suficiente para ofrecérselo. Ella ni me miró durante toda la excursión.
Quién diría que si vas a invitar a alguien a un helado, primero hay que asegurarse de al menos informarle a las dos partes que tienen una cita.
La casa que se fue
Casi dos décadas más tarde, paseando con tu bisabuela en mi última visita, pasamos por un pueblo cercano a donde crecí. En una esquina vimos una casa vieja de color azul que empezaba a cubrirse de moho verde. De repente, mi abuelita empezó a llorar a mares.
Esa pequeña propiedad de unos treinta metros cuadrados solía pertenecerle. Veinte años atrás tuvo que venderla por muy poco debido a una emergencia familiar. Sin darme cuenta, yo también empecé a llorar, pero por razones distintas.
Me di cuenta de que si ella nunca hubiera vendido ese pedazo de tierra, la familia nunca se hubiera dispersado por todo el mundo. Y hoy no tendría hijos, nietos y bisnietos por todos los continentes, cada uno buscando su propio camino y con una casa a donde ella siempre será bienvenida.
El volcán que cambió todo
Después de diez años lidiando con una enfermedad crónica, finalmente decidí tomarme un mes de vacaciones y pasar por el quirófano. Todo salió bien, pero una semana después, unas arañas que se metieron en la habitación de mi tía que vino a cuidarme nos hicieron huir de la casa con rumbo a Antigua.
Esa misma noche, el volcán de Fuego hizo erupción, matando a cientos de personas y desplazando a miles más. En medio de la tragedia, conocí a una chica que también huía del volcán. Ella sería quien, solo meses después, me convenciera de irme al último país de Europa donde yo pensé que querría vivir: Alemania.
Podría seguir enumerando cada historia que siento influyó en el rumbo de mi vida. Podría hacer lo mismo con las historias de tu mamá, de mis padres, de mis abuelos. Pero la lección es la misma.
El hecho de que hoy seamos una familia no es un suceso fortuito, es una vida entera repleta de decisiones que nos trajeron a donde estamos el día de hoy. Es el café de cada mañana, es el día que decidí salir a caminar aunque estaba lloviendo, es la noche que aprendí a bailar, son las flores que esta primavera decidieron volver a abrirse para recibir al sol.
El tenerte hoy en mis brazos es el desenlace de miles de pequeñas decisiones, pero también de todas las emociones vividas a lo largo de mi vida: la alegría de visitar un nuevo lugar, la tristeza de irme a la cama solo pensando que no había nadie en el mundo hecho para mí, el orgullo de aprender algo nuevo, la frustración de la canción que no pude escribir.
En conclusión, eres un milagro, y tu vida es el resultado de un millón de estrellas que se alinearon para que hoy yo pueda abrazarte, cuidarte y apoyarte con un amor inmensurable que intentaré expresar en las siguientes páginas de este libro…