Querida hija, si tuviera que enumerar una lista de las cosas más locas que hacemos los seres humanos, una de estas sería nuestra capacidad para mantener secretos y guardarlos; por años en el mejor de los casos y toda una vida en el peor.
Las razones siempre son distintas, unas pueden ser justificadas y tratando de proteger a alguien. Mientras que otros secretos son mantenidos en la oscuridad por miedo o razones más perversas.
Otros casos son más inocentes e incomprensibles, como cuando yo estaba en mi primer año del kinder y mientras hacía fila junto a mis compañeritos para entregar mi tarea recién terminada, otro niño se acercó a mí porque aparentemente quería mi lugar en la cola y sin decir nada me dio un puñetazo en el estómago tan fuerte que me sacó el aire y me dejó llorando en el piso.
No recuerdo cómo pero minutos después terminé en la oficina del director, quien después de regañarnos a ambos sacó de la gaveta una larga regla de madera y le propinó con ella una nalgada a mi compañero Ramón. Y antes de que yo pudiera comprender qué estaba pasando, hizo lo mismo conmigo.
Hasta hoy, por razones que tampoco entiendo, nunca se lo conté a nadie y nunca entendí por qué me castigaron a mí tras haber sido yo la víctima. Lo que es preocupante, es que este es el único recuerdo que tengo de mi primer año de escuela y de alguna manera, recordarlo todavía me pone triste.
No tengo evidencia fehaciente, pero estoy seguro de que este pequeño evento, a primera vista insignificante, tuvo repercusiones importantes en mi desarrollo y condicionó, -para bien y para mal- por el resto de mi vida algunos de mis patrones de conducta.
Nunca sabré a ciencia cierta qué. Lo que sí sé, es que hoy en día hay ocasiones en donde regreso a ser ese niño que se guarda las cosas que le estremecen, esas que no entiendo, que no sé cómo compartir ni solucionar. Todavía trato de atravesar los momentos difíciles en silencio, creyendo que así protejo a quienes amo, evitando que carguen conmigo lo que ni yo mismo sé cómo sostener. Y aunque a veces parece que funciona, la realidad es que casi nunca es así.
Es algo en lo que he estado trabajando en los últimos años pero aun así, todavía me resulta difícil confiar en quienes sinceramente quieren que esté bien y podrían brindarme el apoyo emocional que en su momento necesito. Así que quizás no soy el mejor para hablarte de esto, y no lo haría, si no fuera porque si los roles fueran al revés, si cada vez que alguien cercano a mí está pasando por una situación difícil y no acudiera a mí por ayuda o simplemente consuelo, me sentiría ofendido y decepcionado.
Porque cuando amas a alguien de verdad, su bienestar es más importante que el tuyo y no hay nada que no harías para hacer su carga más ligera. Cuando amas de verdad, no hay nada que la otra persona puede hacer o decir para alejarte de ella.
Y espero con el paso de los años poder transmitirte esta confianza, que será necesaria cuando salgas al mundo y te tengas que enfrentar a peligros para los que ni yo ni nadie te pudo haber preparado.
Como cualquier padre que solo busca lo mejor para su hija, te cuidaré con todas mis fuerzas. Desde tu primera bocanada de aire hasta mi última, será mi deber velar por tu integridad física y emocional. Aun así, hay circunstancias dolorosas que, ni con todas las precauciones del mundo, pueden evitarse. Algunas serán menores, como aquel día en la escuela para mí, y otras mucho más graves, como pueden ser esas historias que se escuchan a diario sobre maltratos y abusos.
Al final, no importa qué tan superficial o severo algo parezca; lo único que importa es que cualquier experiencia lo suficientemente fuerte como para hacernos dudar entre compartirla o cargar en silencio con la vergüenza y la tristeza, tiene el poder de marcarnos para siempre.
Porque cuando algo terrible nos hiere, cuando el dolor nos atraviesa, las penas que escondemos no desaparecen, por mucho que intentemos enterrarlas en lo más profundo de nuestro ser. Se quedan allí, ocultas pero vivas. Se enredan en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, y sin darnos cuenta, un día empiezan a brotar: en ansiedades que no entendemos, en dolores que no tienen nombre, en una mirada que poco a poco se vuelve más desconfiada y desconectada del mundo que la rodea.
Y es que, cuando callamos, nuestras heridas no se quedan quietas; se convierten en parte de nosotros, moldeando silenciosamente la forma en que nos vemos, en que sentimos, en que vivimos. Hasta que un día nos alejamos tanto de nuestra esencia que olvidamos quiénes somos y las máscaras que por tanto tiempo usamos ahora dictan nuestra identidad.
Por eso hoy quiero decirte: no importa la situación ni lo que hayas vivido, no importa qué tan grande o pequeño parezca el problema. No importa si fuiste víctima de algo que no comprendes del todo, o si, por el contrario, tomaste una mala decisión y ahora temes sus consecuencias.
Te prometo que:
Siempre podrás acudir a mí. Siempre te escucharé sin reproches, con el corazón abierto. No importa cuán difícil sea lo que tengas que contar, nunca estarás sola. No tienes ninguna necesidad de ocultar tus lágrimas.
El amor que te tengo es más grande que cualquier miedo, cualquier vergüenza, o cualquier duda que intente alejarte de mi soporte incondicional. Pase lo que pase, puedes confiar en que siempre serás recibida con un abrazo lleno de amor.
Habrá momentos en los que no será fácil, lo sé, yo mismo tardé media vida en contarle a alguien una historia tan pequeña como la de ese día en el kinder. Soy el primero en admitir lo difícil que es hablar de lo difícil. Pero aunque no siempre soy el mejor cuando se trata de emociones y sentimientos, quiero que sepas que, a pesar de mis limitaciones, nunca estarás sola. No hay secreto más fuerte que la sangre que nos une. Mi puerta siempre estará abierta, sin importar la hora, el día ni el tema que tengamos que tratar.