Querida hija, más temprano que tarde te darás cuenta de que es imposible vivir sin que alguien a quien amamos nos haga daño. Es una parte inevitable de vivir, tan real como el hecho de que las personas que un día nos hicieron inmensamente felices, cualquier otro día pueden destrozarnos.

Esto ocurre porque, a diferencia de otros seres vivos, contamos con cerebros y emociones complejas, determinadas por nuestra fisiología, nuestras primeras experiencias en el mundo y el entorno en el que nos desarrollamos. Todo eso se entrelaza en una red infinita de factores que, a lo largo de la vida, condiciona nuestras decisiones y razonamiento. Así, terminamos creando un sistema de creencias y conductas para protegernos del mundo exterior sin darnos cuenta que terminamos dañando nuestro interior.

A lo largo de mi vida he conocido a personas espectaculares, personas que vivían lo que yo creí era el sueño perfecto y a quienes miraba con admiración. Personas a las que esperaba acercarme para descubrir sus secretos y recorrer el mismo camino de felicidad que proyectaban.

Pero mientras más me acercaba, más evidente se volvía que la perfección que yo percibía era solo un lado de una moneda con varias caras.

Descubrí que alguien puede tener una sonrisa que ilumina la habitación, una personalidad encantadora y una inteligencia extraordinaria, y aun así pasar días enteros sumido en la oscuridad. Días en los que se debate entre las exigencias de su yo adulto y las necesidades de su niño interior, intentando dar sentido a pensamientos que se contradicen y reconciliando miedos que se enraizaron.

Y esta puede ser la historia de cualquiera. Esto se hizo claro cuando yo, alguien que toda su vida se ha presentado como emocionalmente fuerte e inamovible por las circunstancias, tuve que enfrentarme por primera vez a situaciones demandantes.

Cuando la vida pasó de modo fácil a intermedio, lo que se suponía que sería pan comido y mi oportunidad de brillar terminó siendo un choque a cien por hora, arruinando mis relaciones más cercanas y destruyendo al mismo tiempo las esperanzas de quienes más habían creído en mí. Todo por no saber manejar el estrés, la presión y un poco de éxito.

Porque, cuando las puertas se cerraban y la luz se apagaba, yo también me volvía una olla de presión desatendida, llena de deseos reprimidos, rechazos, inseguridades y miedos cuya temperatura un día subió hasta generar una explosión descontrolada.

Pero este no es el problema; todos tenemos el derecho a un mal día, todos merecemos poder refugiarnos en nuestra soledad a la espera de que la tormenta finalice. El problema viene cuando, como me pasó a mí, nos damos cuenta demasiado tarde de que todos estamos cortados con la misma tijera.

Y aunque solo quiera lo mejor para ti y vaya a hacer todo en mi poder para protegerte y ayudarte a ser tu mejor versión, tengo que confesarte que nadie se salva de hacer el mal, así como nadie se salva de que le hagan daño. Y solo será cuestión de tiempo para que alguien te lastime.

Y cuando pase, no lo entenderás, no habrá una explicación. Simplemente pasará.

Cuando yo mismo le hice daño a quien me amaba, me preguntaron repetidamente: “¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?” En ese momento, no tenía una respuesta. Solo pude contestar: “No lo sé”.

Años después, tras cientos de horas de reflexión y buscar en miles de palabras una justificación, puedo decir con certeza que finalmente llegué a una conclusión y una respuesta final: TODAVÍA NO LO SÉ.

No sé por qué hacemos daño sin razón. No sé por qué nuestros instintos vencen constantemente a nuestra racionalidad. Si nos creemos seres superiores al resto de especies, no entiendo cómo en ocasiones podemos ser tan malvados.

Algunos dicen que somos, por naturaleza, seres malos que deben ser domesticados, pero incluso el perro más amable, en un mal día, puede morderte. Otros creen que, en un mundo donde peleamos por recursos y validación, no tenemos otra opción que ser egoístas, pero estamos llenos de ejemplos de personas que, pudiendo salvarse, decidieron quedarse y morir por alguien más.

Por lo que si un día estás frustrada, intentando encontrar una respuesta y pensando en qué salió mal y dónde las cosas se torcieron, detente. No llegarás a ningún lado. La respuesta no está en las preguntas; la respuesta es entender que el mundo está repleto de personas dañadas que viven sin darse cuenta de que tienen un corazón herido.

Y no se trata de excusar las acciones de nadie. Al final del día, es más fácil hacer el bien que hacer el mal. Pero si todos llegásemos a entender que estamos viviendo en un mundo de personas rotas, los ojos con los que nos vemos los unos a los otros serían diferentes.

Nunca entendí cómo tu abuela seguía contestando cada par de meses la llamada de la misma persona que una y otra vez recaía en sus viejos hábitos, repitiendo los mismos errores de siempre. Como si fuera la primera vez, tu abuela volvía a escucharla con la misma paciencia de siempre, ofreciéndole los mismos consejos que todos sabíamos que nunca seguiría, solo para que a los meses la escena se repitiera.

Cuando le pregunté por qué tenía tanta paciencia, la respuesta de tu abuela fue simple: alguien más había sido igual de paciente con ella durante toda su vida. No importaba cuántas veces se equivocara ni cuántas veces repitiera la misma torpeza; siempre hubo alguien dispuesto a recibirla de vuelta, perdonarla, escucharla y dejarla ir… hasta que, inevitablemente, volviera a llamar.

Aunque tu abuela hablaba de su amigo Dios, no puedo evitar pensar que, si todos tuviéramos hacia otros la misma paciencia que ella tiene y antes tuvieron con ella, desarrollaríamos con más facilidad la capacidad de empatizar con quienes nos han hecho daño.

No se trata de hacer como que la realidad no existió, sino de encontrar el perdón y aceptar que nos fallaron e hirieron, pero que, de la misma manera, algún día, queriendo o no, le haremos lo mismo a alguien más. Y cuando eso pase, desearemos que alguien tenga la misma compasión con nosotros.

Y quizá esa misma compasión es la que debemos extender hacia nosotros mismos, hacia ese niño interior que llevamos dentro, dañado y herido, al que hemos ignorado, pero que emerge en los momentos difíciles, buscando la atención que nunca le dimos.

Ese niño que sigue pidiendo ser visto y aceptado, con todas sus fallas, ilusiones y hasta sus maldades. Ese niño dañado que por momentos verás en mí y después seas quien tenga que pagar por sus platos rotos.

Y para cuando pase, no habrá excusas. Si te hice daño, tienes todo el derecho a estar molesta conmigo y a procesar esas emociones de la forma que mejor te parezca. Nunca te presionaré ni intentaré cruzar las líneas que me marques.

Aun así, quiero prometerte algo:

Mi torpeza y mis errores no se comparan, ni de lejos, con la magnitud del amor que siento por ti. No importa el tamaño de mis errores o si decides perdonarme. Lo único que realmente importa es que el amor que tengo por ti es más fuerte que cualquier error que haya cometido, más fuerte que cualquier emoción oscura que puedas sentir hacia mí.

Y no me disculpo para excusar mis errores, sino para reconocer mi responsabilidad en ellos.

Pero también quiero que sepas que si un día sientes que fuiste tú quien, de algún modo, me hizo daño, si piensas que hay cosas que pasaron y que yo no puedo olvidar: no te preocupes.

Hacia ti nunca podría tener una pizca de rencor. Siempre estaré orgulloso de ser tu papá.

Incluso si no volviéramos a vernos, te seguiría amando y apoyando a la distancia. Tú solo sigue viviendo hasta que encuentres lo que buscas y mereces, que no es menos que una vida fantástica.

Y solo prométeme esto:
Que vas a intentar amar más, herir menos…
y empezarás contigo.

Visited 1 times, 1 visit(s) today