Si vives lo suficiente, te darás cuenta de que es imposible vivir sin que alguien a quien amamos nos haga daño. Es una parte inevitable de la vida, tan real como el hecho de que las personas que un día nos hicieron inmensamente felices, cualquier otro día pueden destrozarnos.

Esto es porque, a diferencia de otros seres vivos, contamos con cerebros y emociones complejas, determinadas por nuestra fisiología, nuestras primeras experiencias en el mundo y nuestro entorno, lo que da lugar a una infinita variedad de factores que condicionan nuestras decisiones, nuestra manera de pensar, actuar, razonar y enfrentar la vida cotidiana. Y que, de vez en cuando, hacen corto circuito y nos llevan a hacer cosas de las que después nos arrepentimos.

Conocí a la chica más maravillosa del mundo: una doctora políglota de casi 1.80 m de estatura, con una sonrisa deslumbrante, aficionada a los deportes y la música, y con una personalidad cautivadora. Creció en una familia acomodada, con ambos padres, y tuvo la suerte de disfrutar incontable tiempo de calidad con las personas que amaba.

Cuando la conocí, solo pensaba en cómo podría aprender de ella, en cómo podría descubrir sus secretos, con la esperanza de que, algún día, si tengo una hija, ella pueda ser al menos un poco tan brillante, llevadera e inteligente como ella.

Conforme pasó el tiempo, pude ver esos pequeños detalles que la hacían fascinante, pero también me di cuenta de que mi concepto de la vida ideal tenía fallas. Esta persona, que en un principio parecía perfecta para mí, también tenía malos días.

Cuando todos se iban y las luces se apagaban, las sonrisas podían desaparecer, seguidas por días enteros de bloqueos mentales, tratando de equilibrar sus pensamientos, manejar sus inseguridades y reconciliar lo que su yo adulto esperaba con lo que su niña interior necesitaba.

Fue entonces, cuando pude ver más allá de la “imagen perfecta”, que comprendí que, si incluso mi ideal de bienestar emocional tenía grietas, entonces nadie está a salvo.

Esto se hizo más evidente cuando yo, alguien que toda su vida se ha presentado como emocionalmente fuerte e inamovible por las circunstancias, con la fortuna de haber crecido con innumerables refuerzos positivos de todos a mi alrededor, tuve que enfrentarme a situaciones exigentes por primera vez.

Cuando la vida pasó de modo fácil a modo “intermedio”, lo que se suponía que sería pan comido y mi oportunidad de brillar terminó siendo un choque a cien por hora, arruinando mi relación más cercana y destruyendo, al mismo tiempo, las esperanzas de quien más había creído en mí.

Todo por no saber manejar el estrés, la presión y un poco de éxito. Porque, cuando las puertas se cerraban y la luz se apagaba, yo también me volvía una olla de presión desatendida, llena de deseos reprimidos, rechazos, inseguridades y miedos cuya temperatura subió hasta generar una explosión descontrolada.

Y, como me pasó a mí, cuando nos damos cuenta de que todos estamos unidos por la locura, ya es demasiado tarde. Los errores ya han sido cometidos, la oportunidad de una vida especial se ha ido.

Diez años han pasado tratando de perseguir objetos brillantes que solo tenían valor en nuestra imaginación. Cincuenta años intentando ganarnos la aprobación de quien, al final, nunca nos la dio.

Sin darnos cuenta, tomamos una serie de pequeñas decisiones que nos desviaron tanto del camino original que hoy solo queda lamentarnos y maldecir al mundo, en el mejor de los casos. En el peor, maldecirnos a nosotros mismos y sentir que no merecemos ni una pizca de amor y, por consiguiente, sabotear todo lo que fue y es bueno.

Cuando yo mismo me boicoteé, me preguntaron repetidamente: “¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?” En ese momento, no tenía una respuesta. Solo pude contestar: “No lo sé”.

Años después, tras cientos de horas de reflexión y decenas de libros buscando una justificación, puedo decir con certeza que finalmente llegué a una conclusión y una respuesta final: TODAVÍA NO LO SÉ.

No sé por qué te hice daño sin razón. No sé por qué mis instintos vencen constantemente a mi racionalidad. No sé por qué, si nos creemos seres superiores al resto de especies, hacemos cosas malvadas.

Algunos dicen que somos, por naturaleza, seres malos que deben ser domesticados, pero incluso el perro más amable, algún día, puede morderte. Otros creen que, en un mundo donde peleamos por recursos y validación, no tenemos otra opción que ser egoístas, pero estamos llenos de ejemplos de personas que, pudiendo salvarse, decidieron quedarse y morir por alguien más. Así que mi respuesta es que no lo sé.

Y de lo que esto se trata no es de excusar mis acciones ni las acciones de nadie. Al final del día, es más fácil hacer el bien que hacer el mal. Pero si todos llegásemos a entender que estamos viviendo en un mundo de personas rotas, los ojos con los que nos vemos los unos a los otros serían diferentes.

Nunca entendí cómo mi mamá seguía contestando, cada par de meses, la llamada de la misma persona que, una y otra vez, recaía en sus viejos hábitos, repitiendo los mismos errores de siempre. Volvía a escucharla con la misma paciencia inquebrantable, ofreciéndole los mismos consejos que todos sabíamos que nunca seguiría, solo para que a los meses el ciclo se repitiera una vez más.

Cuando le pregunté por qué tenía tanta paciencia, su respuesta fue simple: alguien más la había tenido con ella toda su vida. No importaba cuántas veces se equivocara ni cuántas veces repitiera la misma torpeza; siempre hubo alguien dispuesto a recibirla de vuelta, perdonarla, escucharla y dejarla ir… hasta que, inevitablemente, volviera a llamar.

Aunque mi mamá hablaba de su amigo Dios, no puedo evitar pensar que, si todos tuviéramos hacia otros la misma paciencia que ella tiene y antes tuvieron con ella, desarrollaríamos con más facilidad la capacidad de empatizar con quienes nos han hecho daño.

No se trata de hacer como que la realidad no existió, sino de encontrar el perdón y aceptar que nos fallaron e hirieron, pero que, de la misma manera, algún día, queriendo o no, le haremos lo mismo a alguien más. Y cuando eso pase, desearemos que alguien tenga la misma compasión con nosotros.

Y quizá esa misma compasión es la que debemos extender hacia nosotros mismos, hacia ese niño interior que llevamos dentro, dañado y herido, al que hemos ignorado, pero que emerge en los momentos difíciles, buscando la atención que nunca le dimos. Ese niño que sigue pidiendo ser visto y aceptado, con todas sus fallas, ilusiones y hasta sus maldades.

Porque, a veces, la empatía puede empezar con la aceptación, y la aceptación trae consigo la sanación, una sanación que nos traerá paz personal y, como bono extra, nos ayudará a causar menos dolor y dar más amor a quienes nos rodean.

Será un camino largo, cargado de maletas pesadas, pero si nos tenemos paciencia y comprensión, ese peso se irá aligerando, permitiéndonos llegar más lejos.

Y yo quiero empezar hoy:

Si te fallé, como sé que lo hice, me disculpo y espero que, donde estés, encuentres lo que buscabas y mereces, que no es menos que una vida fantástica.

Y si me dañaste o crees que lo hiciste, no te preocupes más, yo estaré bien. No te guardo rencor y nunca podría odiarte. Aunque no nos volveremos a ver, te seguiré amando a la distancia. Pero prométeme que, de hoy en adelante, tú también intentarás amar más y lastimar menos… empezando por ti misma.

Visited 24 times, 1 visit(s) today