Un asilo de ancianos cerca de mi casa organiza cada año una visita al mercado navideño. Para llevar a la mayor cantidad posible de abuelitos, necesitan tantos voluntarios como sea posible. Esta última vez, solo pudieron llevar a cinco, ya que únicamente cinco personas se ofrecieron. Tres de ellos eran los mismos que el año pasado.
No muy lejos del asilo, cada año se abre una pequeña cafetería solidaria que, durante tres meses, ofrece alimento y café gratuito por un par de horas al día. Está dirigida a cualquiera que se acerque con hambre o quiera pasar un rato en una habitación con calefacción. La cafetería está financiada por las iglesias locales, y lo único que necesitan son voluntarios para cubrir uno de los turnos diarios, de dos horas cada uno. A pesar de esto, la cafetería tiene problemas para encontrar los tres voluntarios diarios necesarios para funcionar y está lejos de cubrir los turnos de un mes entero.
He notado algo parecido en otras partes de mi vida en Alemania. Por ejemplo, cada vez es más difícil para los niños encontrar lugares donde practicar fútbol, porque cada vez menos personas se involucran voluntariamente en los clubes para enseñarles.
Lo mismo pasa con la mayoría de las actividades recreativas no remuneradas o los proyectos sociales de la ciudad que dependen de voluntarios para funcionar. A diferencia de mi país, aquí no es un problema de dinero, sino de capital humano.
Es algo muy extraño, ya que vivimos probablemente en la época con mayor empatía de la historia. Las personas y niños de hoy son más empáticos, comprensivos y tolerantes que nunca.
Sin embargo, parece que nunca habíamos estado tan inmersos en nosotros mismos ni tan alejados de las necesidades de las personas a nuestro alrededor. Esto se puede comprobar en el número de horas que pasamos en redes sociales comparado con el tiempo que pasamos con amigos, los niveles actuales de depresión y el creciente número de personas que viven solas.
Parece que el mundo pasó a ser solo un reflejo de nosotros mismos, donde la prioridad por encima de todo es mi felicidad individual y mi realización personal. Algo que incluso ahora se conoce en redes sociales como “el síndrome del personaje principal”: la idea de que somos el actor principal de una película llamada vida, y que todo a nuestro alrededor existe únicamente para darnos atención y ser utilizado en la búsqueda de nuestro propósito y gratificación.
Y, siendo sincero, esto no es necesariamente algo malo. Durante mucho tiempo las personas no tuvieron voz sobre lo que querían para sí mismas y se veían obligadas a vivir únicamente para satisfacer los intereses de un grupo pequeño de personas que gobernaban, o para sobrevivir bajo condiciones precarias.
De igual manera, si no nos encargamos de satisfacer nuestras necesidades individuales, sean materiales o emocionales, nunca estaremos completamente listos para aportar al mundo. Como en los aviones: antes de poner la máscara a alguien más, asegúrate de tener puesta la tuya.
La pregunta es, ¿dónde trazamos la línea entre el individualismo y el entendimiento de que vivimos en sociedad y, por lo tanto, de nosotros depende fortalecer las estructuras sociales que nos mantienen unidos y cuidar de los más débiles y desamparados entre nosotros?
Todos tenemos problemas, preocupaciones y obligaciones que ocupan nuestra atención y a los que debemos enfocar nuestro día. Por eso, es típico pensar que no tenemos ni el tiempo ni la energía suficiente para prestar atención a las urgencias de las personas que nos rodean. Apenas puedo hacer lo que me gusta y quiero hacer, ¿cómo voy a dedicar tiempo a personas que ni conozco ni me importan?
La justificación es totalmente válida. Yo soy el primero que ha pasado la mayor parte de su vida enfocado en sus propias ambiciones e intereses, dejando en segundo plano las necesidades de las personas que me rodean, a veces incluso de aquellas que creía que más me importaban. Así que soy el primero en declararme un egoísta.
Y tampoco digo que la solución sea dedicar una vida al servicio de los demás ni buscar satisfacer las necesidades de otros antes que las nuestras. Lo que digo es que nos vendría bien, de vez en cuando, abrir los ojos a lo que nos rodea y darnos cuenta de que no somos el ser más importante del planeta y, por reales que sean nuestros problemas, estos no tienen peso frente a las realidades de otras personas.
El malestar de no haber ido de vacaciones este verano se vuelve insignificante cuando nos damos cuenta de que hay personas que no han dejado su habitación en meses. El no poder ir al último concierto del cantante de moda puede volverse nada al conocer a alguien que no ha recibido una visita en años. La decepción de no ser aceptados en el trabajo que queríamos se hace más liviana cuando vemos el rostro de los niños cuyo único escape de la vida problemática en casa son las dos horas que pasan contigo durante la práctica de fútbol.
No se trata de olvidar nuestros problemas ni de minimizarlos, sino de darnos el espacio para mirar más allá de nosotros mismos. A veces basta con salir momentáneamente de nuestra búsqueda personal para regalar una sonrisa a alguien que lleva años sintiéndose invisible o para brindar un gesto de humanidad que nos conecta con realidades que solemos ignorar.
La fortaleza de una sociedad se mide por la forma en que trata a los más vulnerables. Cuanto menos involucrados e interesados estamos en hacer el bien a los demás—de cualquier manera posible—más nos alejamos de la empatía y nos volvemos insensibles a la realidad de que todos, en algún momento de nuestra vida, necesitamos ayuda y atención, al igual que todos tenemos algo que aportar. Ignorar esta verdad nos conduce a una espiral descendente, como un puente que nunca recibió mantenimiento y un día, simplemente, colapsó.
Aunque pueda parecer más fácil delegar los problemas de los demás al gobierno, a los profesionales o a cualquier otro grupo más capacitado, eso nunca será suficiente. Las organizaciones son el reflejo de nuestra sociedad, y mientras tengamos entre nosotros cada vez menos personas involucradas en obras sociales, tendremos también cada vez menos instituciones que se encarguen de ello.
Yo no soy especialmente una persona caritativa, cualquiera que me conoce lo sabe bien. A pesar de eso, sé que hay que hacer el bien no porque lo sienta, sino porque sé que es lo correcto. Y porque esta puede ser la oportunidad para descubrir un propósito más profundo, de encontrar un significado que trascienda los remedios temporales que el mundo actual ofrece.
Todos buscamos llenar nuestros vacíos con un celular que nos ofrece constantes dosis de dopamina, comidas ricas en grasas y listas interminables de tareas por hacer. Pero, ¿por qué no intentarlo regalando un poco de nuestro tiempo y atención a personas que por mucho tiempo han sido olvidadas, cuyas sombras se cruzan a diario con las nuestras, pero que, en nuestra prisa, no vemos ni atendemos? Quizás no nos cambie la vida, pero seguro será como plantar una semilla que, aunque a simple vista no veamos crecer, algún día dará sus frutos.